El tiempo pasaba y los papitos no llegaban. Ellos conversaban y el niño aguantaba hasta no poder más. Poco a poco su pantalón comenzó a sentirse húmedo, pero calentito. Nadie podía enterarse.
Invierno de 1995. Las nubes se desplazaban hacia el norte y el niño las observaba buscando elefantes o perritos en medio de un viaje largo y aburrido. El papá manejaba silencioso y muy concentrado en las maniobras necesarias para conducir el pequeño Austin mini. La madre y la hermana, silenciosas también, se miraban por la ventana.
Estaban recorriendo “las siete casitas” como solían llamarles. Partían por la casa de la Mamita Hilda y el Tata Lucho, en Puentealta, una pequeña localidad al sur de Quinta de Tilcoco (VI Región), donde el papá curaba las heridas de su papá, y los niños corrían por los amplios campos, jugando en el tractor o acariciando a la Guinda y al Lucero, los equinos de la familia. La madre, en tanto, compartía con su suegra.
Se despidieron con un beso al tata y un “cogotito” (particular forma de entregar afecto) a la abuela. Partieron hacia las otras “seis casitas”
Una o una se fueron deteniendo en las casas de las señoras que le colaboraban a la madre en su labor de Consejera Avon. La Rudita y tantas otras fueron entregándole sus pedidos y el dinero de la campaña anterior. La niña esperaba aburrida. El niño gozaba de su nuevo juguete.
Recorrieron Quinta de Tilcoco, bordearon el Cerro El Manzano y pasaron por los frondosos árboles de Apalta. La casa de la Mama Nina se acercaba y el niño no quería bajarse: algo o alguien le decía –como una suerte de ángel malo- que no lo hiciera. Su juguete era nuevo, y como toda pieza de no más de mil pesos, corría el serio peligro de ser estropeado por 10 pequeños primos ansiosos de conocerlo, todos al mismo tiempo.
No había duda. Tenía que inventar alguna razón para quedarse en el auto. Mientras pensaba, su organismo los puso en aprietos. Le dieron ganas de ir al baño, en medio del largo camino.
Pudoroso, no quiso bajar y hacer a la orilla del auto. Prefirió callar y aguantar. El auto avanzaba a la típica velocidad de su padre, nunca superior a los 70 Km/H.
En medio de la espera, el cuerpo le pasó la cuenta al niño. Poco a poco, su pantalón comenzó humedecerse cálidamente. Faltaba muy poco, pero demasiado para su esfínter.
Ya se había meado, y no había mucho que hacer, salvo impedir que sus tíos y primos se enteraran. Tomó su mochila de las Tortugas Ninjas y se la puso sobre la zona afectada. Ese era su plan.
El auto se detuvo y la Mamá Nina y su prima Camila, salieron a recibirlos.
-Mijito, ¿Por qué no se baja?
-Me duele la guata, Nina.
La visita, entonces, fue más corta de lo que esperaba. El papá, la mamá y la hermana pasaron al baño y aprovecharon de saludar con besos y abrazos. El niño, en tanto, se despidió sumido en su dolor, su dolor de vergüenza.
Llegaron a la casa, ubicada al costado de la Escuela de Lo de Lobos. Estacionaron el Autin mini y bajaron.
-Pablo, ¿Por qué no bajas?
-No quiero, mamá
Ya no había anda más que hacer. Abrió la puerta y salió cubriéndose con la mochila. Lentamente, la quitó de sí, y, más ruborizado que nunca, le dio la cara a sus padres.
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