MUCHO MÁS QUE UNA PICÁ
Cada ciudad o pueblo tiene su cementerio, así como cada cual tiene su Quitapenas. Platos, tragos e historias rodean a estos puntos de encuentro y tradición. Santiago no se queda afuera.
Pablo Cádiz Pozo
La avenida Recoleta comienza a llenarse de flores al acercarse al Cementerio General. Miles son las personas que diariamente visitan este extenso lugar, fundado en 1821, que cuenta con más de dos millones de tumbas. Víctor Jara, Violeta Parra, Eduardo Frei Montalva y tantos otros, forman parte de esas amplias extensiones de recuerdos y nostalgia. Ahí, afuerita, se encuentra el centenario restaurante “El Quitapenas”.
Tan sólo una calle y una mampara separan al cementerio de este centro de tradiciones y recuerdos. Fotografías del Santiago de los años veinte, cuadros de los cuarenta, y fotografías del Colo Colo –fundado aquí, en 1925, por David Arellano- acompañan las diez mesas abarrotadas de gente ansiosa por su plato.
Manuel almuerza junto a su jefe y un compañero de trabajo. Aprovecha de comer pebre mientras espera una suculenta cazuela de vacuno. Antiguamente, “Uno venía al cementerio y típico que paraba aquí pa’ pasar las penas. Mis tíos, mis abuelos, todos pasaban, pero ahora está más cambiado. Ya no es como antes, cuando gente famosa venía para acá”, recuerda mientras saborea.
Pepe está a punto de cumplir diez años quitando penas. Su rostro denota alegría, su voz, timidez. Es el creador de dos obras de culto: Que en paz descanse y El que paró la chala. La primera es una vaina a base de licor de café, con huevo, un poquito de cacao, coñac y azúcar; la segunda se la reserva, aunque recomienda no tomarla dos veces: “Es una bomba”.
“Todos los días vienen a dejar fina’ítos, de ahí pasan para acá. En todos los cementerios hay un Quitapenas, por el hecho que muchos salen a pasar la pena y otros a alegrarse. Nosotros los atendemos lo mejor que se puede, les buscamos alguna bromita por ahí, pero que les caiga bien”, comenta Manuel, otro de los garzones del local, mientras Alex, de profesión transportista, considera que éste es “un lugar acogedor, que tiene buenos precios, de acuerdo a lo que uno gana”.
Rosa y Zoila llevan varias horas conversando. Lentamente llevan a sus bocas las papitas fritas y la carne que abunda en sus platos. Para pasarlas, toman un sorbito de pilsener helada. Se conocieron hace más de cuarenta años, cuando Zoila llegó con su marido al sector 5 de la Villa O’ Higgins. Desde ese momento comparten largas horas juntas, unas en casa, junto al tejido y la telenovela, otras “dándose una vuelta por ahí”.
Esta salida, sin embargo, no es por placer. El pasado domingo, una de sus vecinas perdió la vida a causa de los celos de su marido. Dos apuñaladas estremecieron a toda una población que en conjunto acudió al Cementerio a decirle adiós. “¡Imagínese cómo nos sentimos nosotras como vecinas! Acá hemos estado toda la tarde dándole vueltas al asunto”, comenta Rosa.
“Cuando nos invade la pena, partimos para acá. Uno viene y olvida un poco todo lo que pasó allí dentro. Cuando uno viene a dejar a sus seres queridos o viene a visitarlos sale con pena. La pena nunca se termina”, agrega Zoila.
Rosa conoció El Quitapenas cuando tenía nueve años. Se había muerto la suegra de la empleada de su abuelo. El viudo los invitó a todos a tomar once al restaurante, en los tiempos que el piso era de tierra, el techo de vigas y la música una mezcla entre arpas, guitarras y agudas tonadas. De ahí que cada vez que visita el cementerio se sienta en una de estas mesas a, por lo menos, tomarse una bebida.
Que en bar descanses
El 1 y 2 de noviembre, miles de personas acuden al cementerio. En el día de todos los santos y muertos, ni las flores, ni el metro y mucho menos las sillas de El Quitapenas son suficientes. “Es una locura. Esa es la navidad del El Quitapenas: llega muchísima gente, incluso de fuera de Santiago, familiares que se encuentran acá, antes o después de visitar a sus muertos. Ese día no hay ofertas especiales, con suerte un asiento en el aire”, comenta María, la esposa de Don Miguel.
Miguel es el tercer dueño de El Quitapenas. Lo adquirió hace unos veinte años en un remate que se hizo con todos los bienes del anterior dueño, don Emilio Burroni, luego de su muerte. El primero, fue un señor de apellido Degellini, quien fundó el primer local, ubicado un par de cuadras más hacia el sur.
De ese antiguo recinto, fundado hace cien años, tan sólo queda el recuerdo del mito de “La Lolita”, una chica que frecuentaba el local en las noches. Pálida y descubierta, inspiraba compasión en los hombres que sin dudar le pasaban su chaqueta. Al día siguiente, la prenda aparecía colgada en una de las tumbas del Cementerio General.
Este año El Quitapenas fue uno de los tantas picás que recibieron un reconocimiento por su aporte cultural gastronómico. Reunidos en “El Hoyo”, en Estación Central, Miguel y tantos otros recibieron el reconocimiento que ahora observo en la pared.
Sin embargo, Miguel se ve preocupado. Es cuarto día que vengo, y la clientela ha disminuido considerablemente. Parece ser de esos hombres que ante los problemas muestran toda su rudeza, aparentando que las cosas andan bien y que no hay nada que pudiere afectarle.
En la mesa tres, un garzón mira fijamente la tele; en la cuatro una niña- la nieta seguramente- espera que la vengan a buscar. En la seis, dos hombres comparten un vino y en la siete estoy yo, observando.
La noche cae y la bruma comienza a mezclarse con el smog. Las flores desaparecieron, la gente abandona el cementerio con rumbo a casa. A falta de micros vacías, sobran las caras mirando a través de buses piratas, ofreciendo un viaje corto, económico y sin bip!.
Miguel deja su paila con huevo revuelto y le dice a los dos cocineros que quedan que ya es hora de cerrar. En cosa de segundos, comienzo a cruzar la calle hacia el acceso al metro Cementerios, mientras los veo bajar la cortina con la esperanza de un nuevo día, mucho mejor que el de hoy.
Tan sólo una calle y una mampara separan al cementerio de este centro de tradiciones y recuerdos. Fotografías del Santiago de los años veinte, cuadros de los cuarenta, y fotografías del Colo Colo –fundado aquí, en 1925, por David Arellano- acompañan las diez mesas abarrotadas de gente ansiosa por su plato.
Manuel almuerza junto a su jefe y un compañero de trabajo. Aprovecha de comer pebre mientras espera una suculenta cazuela de vacuno. Antiguamente, “Uno venía al cementerio y típico que paraba aquí pa’ pasar las penas. Mis tíos, mis abuelos, todos pasaban, pero ahora está más cambiado. Ya no es como antes, cuando gente famosa venía para acá”, recuerda mientras saborea.
Pepe está a punto de cumplir diez años quitando penas. Su rostro denota alegría, su voz, timidez. Es el creador de dos obras de culto: Que en paz descanse y El que paró la chala. La primera es una vaina a base de licor de café, con huevo, un poquito de cacao, coñac y azúcar; la segunda se la reserva, aunque recomienda no tomarla dos veces: “Es una bomba”.
“Todos los días vienen a dejar fina’ítos, de ahí pasan para acá. En todos los cementerios hay un Quitapenas, por el hecho que muchos salen a pasar la pena y otros a alegrarse. Nosotros los atendemos lo mejor que se puede, les buscamos alguna bromita por ahí, pero que les caiga bien”, comenta Manuel, otro de los garzones del local, mientras Alex, de profesión transportista, considera que éste es “un lugar acogedor, que tiene buenos precios, de acuerdo a lo que uno gana”.
Rosa y Zoila llevan varias horas conversando. Lentamente llevan a sus bocas las papitas fritas y la carne que abunda en sus platos. Para pasarlas, toman un sorbito de pilsener helada. Se conocieron hace más de cuarenta años, cuando Zoila llegó con su marido al sector 5 de la Villa O’ Higgins. Desde ese momento comparten largas horas juntas, unas en casa, junto al tejido y la telenovela, otras “dándose una vuelta por ahí”.
Esta salida, sin embargo, no es por placer. El pasado domingo, una de sus vecinas perdió la vida a causa de los celos de su marido. Dos apuñaladas estremecieron a toda una población que en conjunto acudió al Cementerio a decirle adiós. “¡Imagínese cómo nos sentimos nosotras como vecinas! Acá hemos estado toda la tarde dándole vueltas al asunto”, comenta Rosa.
“Cuando nos invade la pena, partimos para acá. Uno viene y olvida un poco todo lo que pasó allí dentro. Cuando uno viene a dejar a sus seres queridos o viene a visitarlos sale con pena. La pena nunca se termina”, agrega Zoila.
Rosa conoció El Quitapenas cuando tenía nueve años. Se había muerto la suegra de la empleada de su abuelo. El viudo los invitó a todos a tomar once al restaurante, en los tiempos que el piso era de tierra, el techo de vigas y la música una mezcla entre arpas, guitarras y agudas tonadas. De ahí que cada vez que visita el cementerio se sienta en una de estas mesas a, por lo menos, tomarse una bebida.
Que en bar descanses
El 1 y 2 de noviembre, miles de personas acuden al cementerio. En el día de todos los santos y muertos, ni las flores, ni el metro y mucho menos las sillas de El Quitapenas son suficientes. “Es una locura. Esa es la navidad del El Quitapenas: llega muchísima gente, incluso de fuera de Santiago, familiares que se encuentran acá, antes o después de visitar a sus muertos. Ese día no hay ofertas especiales, con suerte un asiento en el aire”, comenta María, la esposa de Don Miguel.
Miguel es el tercer dueño de El Quitapenas. Lo adquirió hace unos veinte años en un remate que se hizo con todos los bienes del anterior dueño, don Emilio Burroni, luego de su muerte. El primero, fue un señor de apellido Degellini, quien fundó el primer local, ubicado un par de cuadras más hacia el sur.
De ese antiguo recinto, fundado hace cien años, tan sólo queda el recuerdo del mito de “La Lolita”, una chica que frecuentaba el local en las noches. Pálida y descubierta, inspiraba compasión en los hombres que sin dudar le pasaban su chaqueta. Al día siguiente, la prenda aparecía colgada en una de las tumbas del Cementerio General.
Este año El Quitapenas fue uno de los tantas picás que recibieron un reconocimiento por su aporte cultural gastronómico. Reunidos en “El Hoyo”, en Estación Central, Miguel y tantos otros recibieron el reconocimiento que ahora observo en la pared.
Sin embargo, Miguel se ve preocupado. Es cuarto día que vengo, y la clientela ha disminuido considerablemente. Parece ser de esos hombres que ante los problemas muestran toda su rudeza, aparentando que las cosas andan bien y que no hay nada que pudiere afectarle.
En la mesa tres, un garzón mira fijamente la tele; en la cuatro una niña- la nieta seguramente- espera que la vengan a buscar. En la seis, dos hombres comparten un vino y en la siete estoy yo, observando.
La noche cae y la bruma comienza a mezclarse con el smog. Las flores desaparecieron, la gente abandona el cementerio con rumbo a casa. A falta de micros vacías, sobran las caras mirando a través de buses piratas, ofreciendo un viaje corto, económico y sin bip!.
Miguel deja su paila con huevo revuelto y le dice a los dos cocineros que quedan que ya es hora de cerrar. En cosa de segundos, comienzo a cruzar la calle hacia el acceso al metro Cementerios, mientras los veo bajar la cortina con la esperanza de un nuevo día, mucho mejor que el de hoy.